Llevo una larga temporada revisionando algunas de las películas que me hicieron enamorarme del cine de pequeño y solo puedo reafirmar un pensamiento que ha estado presente en mí desde siempre: que el cine tenga un target principalmente infantil no quiere decir que no pueda ser de calidad. De calidad de la buena, con unos directores con seña de identidad detrás y un gran cuidado en todos sus departamentos.
En este campo, el más destacable de todos es sin lugar a dudas Robert Rodríguez, director de la saga Spy Kids y Sharkboy y Lavagirl entre otras. Aclamado director por otras de sus creaciones “adultas” (Planet Terror, Sin City), Rodríguez ha demostrado ser un grandioso realizador de cine infantil (aunque haya capuzado en simpleza con su última Superniños).
El amplio universo que crea Spy Kids es verdaderamente digno de estudio. Las aventuras fascinantes y las preocupaciones de los hermanos Cortez, la idea de esa familia que debe permanecer unida… Pero si hay algo que crece exponencialmente con el paso de las entregas (vamos a obviar la cuarta, que pierde bastante el rumbo con una Jessica Alba un tanto desorientada) es su universo visual. El arte de Spy Kids es hipnótico y admirable desde el principio. No tiene miedo a pasarse de tuerca, porque juega dentro de esa calificación infantil que le permite tomarse las libertades necesarias. Si toca ser hortera, se es hortera, todo por la performance.

Por una parte, tenemos todos los gadgets ingeniosos de espías que parecen no terminar ni tener limitaciones de ningún tipo. De pequeño soñaba con poder utilizar toda la tecnología Machete. Esos artilugios eran totalmente surrealistas pero a la vez se atenían a las posibilidades físicas de los dos mil. “Tecnología punta, y un jamón”.

Y por otro lado, todas los personajes excéntricos y fantásticos y sus escenarios: desde los manopulgares y Fooglies que pululan por la tremenda mansión de Floop de la primera, hasta todos los trajes y diferentes pantallas de videojuego en Game Over, pasando por los monstruos creados por Romero que nos encontramos en La isla de los sueños perdidos.

El universo tenía tanto potencial (y tiene, porque Netflix lanzó hace no mucho una serie de animación y parece ser que se está trabajando en una quinta entrega) que hasta se hizo el amago de convertir a Alexa Vega en toda una estrella del pop-espía. No os perdáis sus intenciones de simular un directo haciendo como que comprueba que su in ear funciona como dios manda mientras se sacude como buenamente puede:
Os animo a hacer una segunda o tercera lectura del trabajo que había detrás de todos aquellos universos cinematográficos que os acompañaron de pequeños y que quedaron totalmente infravalorados por estar pensados para el público más joven. Después de todo, estas obras están creadas por adultos, y desde los diálogos hasta cosas tan importantes como la dirección de arte pueden tener un revés no tan infantil como podrías pensar en un principio.